martes, 6 de diciembre de 2011

Reglas básicas para el amor

Me he puesto a pensar y llegué a la conclusión que el amor, cuando llega, es muy sinvergüenza. Lo toma a uno desprevenido, lo envuelve todo, lo confunde todo. Desarma y arma, como por arte de magia.  Tan atrevido. Cada vez que aparece o desaparece me deja desorientada y, al mismo tiempo, con ganas de más.

Yo, que hablo de él como si supiera mucho, cuando en realidad no sé nada, decidí hacerme una listica de reglas básicas porque me siento cansada de tratar de entenderlo, de controlarlo, de enfrentarlo. La seguiré, o por lo menos trataré de aprendérmela bien, para que la próxima vez que llegue no me encuentre tan desprevenida y sí muy bien parada. Son 11 porque, últimamente, ese número me trae esperanza y suerte. Quizás, también, me traiga una actitud más asertiva en el amor. 

1. Amar es una decisión consciente. Eso que dicen del tiempo preciso y la persona ideal no existe. Uno debe tener plena consciencia de querer amar y dejarse amar. La disposición personal es, quizás, el ingrediente principal para que el amor avance.

2. Prefiero un amor que me genere tranquilidad en el alma que mariposas en el estómago. No me malinterprete, por favor. No estoy negado la importancia de la atracción inicial. Ésta es, a mi parecer, de vital importancia. Pero tampoco sea bobo. Esa cosquilla entontadora definitivamente no es la que mantiene a las parejas unidas a lo largo del tiempo.

3. Si usted es un buen novio, sea, por favor, un excelente exnovio. No se le vuelva un fantasma a su ex. No lo contacte, no lo atosigue, no lo persiga. Ni a él ni a su nueva pareja. Aunque su ego lo carcoma por dentro porque él siguió su camino y usted sigue ahí, ilusionado, déjelo ir. Colaborémonos: si todos fuéramos excelentes exnovios sanaríamos muchos dolores del pasado automáticamente.

4. Si usted empieza una relación con alguien y esta se acaba; conoce a otra persona y pasa lo mismo; después a una tercera y otra vez, abra el ojo. Usted está repitiendo patrones. El autosabotaje no lo está dejando avanzar. Está en grave peligro de seguir saltando de relación dañina a otra peor. Si no actúa, ahora, lo más probable es que quede envuelto en una relación toxica o absolutamente solo. Corra al psicólogo o inscríbase a algún curso que lo ayude a conocerse más.

5. Uno no mendiga amor. Si a usted no lo quieren, no lo quieren y punto. La situación no va a cambiar por más que usted quiera ser querido. Respete los procesos de los demás. De las gracias, un abrazo y salga, de inmediato, por la misma puerta por la que entró.

6. Ni el hombre ni la mujer perfecta existen. No va a llegar ningún príncipe a rescatar a ninguna princesa, o viceversa. Dese cuenta que el amor real es el que tiene enfrente y déjese de estar fantaseando pendejadas que, inevitablemente, lo llevarán a una vida de insatisfacciones y desencantos. Para mayor claridad lea, con atención, la regla siguiente.


7. No se enamore con el corazón, sino con la cabeza. Escoja bien a su pareja. No se engañe. Mire los defectos tanto como las cualidades. Sepa con qué tipo de cosas puede lidiar y con cuáles no. Tenga claro que las personas no cambian porque usted quiera y que, con el paso del tiempo, esas cosas que a usted le molestan de su pareja solo se acentuarán. Ame al otro tal cuál es y si no puede hacerlo simplemente termine esa relación lo antes posible.

8. Si su relación está basada en el respeto, la tolerancia, demonstraciones de afecto y la honestidad total, quédese. Si esa persona lo hace sentir amado, le da motivos para sonreír y se parece a la persona con la que usted siempre había querido estar, no lo deje ir. 

9.  Cuando le rompan el corazón le va a doler. Es más, le va a doler tanto que usted va a sentir que se muere. Pero, tranquilo, es totalmente cierto que nadie se ha muerto de amor, todavía. Con el paso del tiempo (aunque estoy segura que ya lo ha oído mil veces) absolutamente todo sana. A usted se le quitará esa opresión en el pecho, dejará de llorar y de preguntarse por lo que pudo ser. Sanará antes de que se de cuenta y estará nuevamente listo y preparado para volver a amar.

10. A la pareja no hay que presionarla, ni obligarla. El amor es libre y en la medida de una libertad en dónde haya compromiso y entrega consciente las cosas funcionarán. No ahogue al otro, que cuando aprisiona fuerte a un pajarito en su mano lo único que consigue es matarlo. No se vaya a los extremos. Entienda que el gris, a veces, es el color ideal.

11. Cualquier decisión que usted tome es la correcta. No hay lugar para dudas ni arrepentimientos. No hay cabida para él hubiera porque ya la decisión está tomada. Si quiere y puede hacer algo para mejorar las cosas, hágalo. No se dé duro, perdónese y ámese. Ahí sí es verdad lo que dicen las mamás: si usted no se ama, nadie lo va a hacer. 

Creo que a la conclusión a la que llego, después de leer todo esto, es exactamente a la misma que llegó una amiga hace tiempo: el amor no tiene reglas. Pero como no aplicar reglas en el pasado no me ha servido de nada, empezaré a aplicarlas, desde ahora, para ver si algo cambia. Haga usted lo mismo, o no, según su consideración. Pero guárdelas cerquita para que la próxima vez que el amor llegue (o en su defecto se vaya) de su vida, le quede claro que no está solo. Guárdela para que decida enamorarse conscientemente; o para ser mejor exnovio; o para no rogar por amor ni conformarse con migajas de él. Esté preparado porque cuando el inclemente amor pasa lo lleva al cielo y al infierno al mismo tiempo. Él es así. Queda advertido. Después no diga que no le avisé.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Te condeno al olvido

Te condeno al olvido porque ahí es donde mereces estar. Al olvido, triste y sin mí, donde van a parar los amores que no supieron luchar.


Te condeno al olvido que alberga sueños rotos, decepciones amargas y palabras a medio terminar. El olvido de los maestros de vida que pasaron y ya no están.


Te condeno al olvido de las cosas que duelen, de las ilusiones falsas, de los anhelos de niña. Al olvido de los abrazos y besos que duele recordar.


Te condeno al olvido de extrañarme por siempre, de vivir con la duda de lo que pudo ser. Te condeno al brebaje de confusión que me hiciste beber.


Te condeno al olvido que abraza esperanzas, sonrisas y lágrimas. El olvido donde la gente buena e insegura se va a refugiar. 


Te condeno al olvido de la comodidad, donde no caben preguntas, ni hipótesis, ni ganas de dar. 


Te condeno al olvido para que te acuerdes de los celos, de las insatisfacciones y del llanto a medio derramar.


Te condeno al olvido del pasado inclemente, del presente angustiado y del futuro incapaz.


Te condeno al olvido en donde el miedo ya no acecha, la incertidumbre no desvela, y las ganas no se queman.


Te condeno al olvido por cobarde, por no arriesgarte, por no querer entregarte más. 


Te condeno al olvido porque las palabras se te quedaron cortas y las acciones vacías se quisieron quedar. 


Te condeno al olvido porque con querer tratar no es suficiente. Te condeno a él por no saberme amar. 


Te condeno al olvido y, al mismo tiempo, no te quiero olvidar. 

viernes, 25 de noviembre de 2011

Pégale a la pared

For the version in English, Hit the wall: http://shadyakarawiname.blogspot.com/2011/11/hit-wall.html

Casi a diario, conocemos casos nuevos de hombres que maltratan a sus mujeres. Se ha vuelto una realidad tan tangible y a la que estamos tan acostumbrados, que asusta.

En este diario, incluso, hemos leído sobre el hombre que le arrancó el labio a su pareja, o del que le destrozó el meñique a su compañera. Es, entonces, cuando se me revuelve todo y me pregunto, ¿en qué momento dejó de importarnos?

Según Feminicidio, un libro de Elizabeth Castillo, el 39% de las mujeres en Colombia son maltratadas por su cónyuge. ¿39%? Eso casi la mitad de las mujeres colombianas, lo que implica que cada uno de nosotros debe conocer a muchas que pasan por esta terrible situación. A través de esta investigación se pudo conocer que 8 millones de mujeres en nuestro país han sufrido maltrato físico por parte de su compañero. Solo en el Atlántico, entre enero y agosto del 2008 se presentaron 1.616 casos de violencia intrafamiliar.

Yo he tratado, de verdad que he tratado, de entender qué pasa por la mente de aquellos que se atreven a pegarle a una mujer. ¿En qué radica el que supuestamente, por celos, rabia, o dolor, algunos tomen la decisión de agredir a la persona con la que comparten su vida? ¿Por qué unos si y por qué otros no? Tengo claro que, como seres humanos, reaccionamos de manera distinta ante las situaciones que se nos presentan, pero, supongo que la respuesta debe ir mucho más allá.

Lo que se me hace aún más difícil de asimilar, son las mujeres que permiten que esto pase. Sé que ahí entran a jugar factores intrínsecos, una falta de autoestima y muchísimos problemas emocionales, pero, me parece desgarrador que sigan aferradas a esa cadena interminable de abusos, de maltratos y faltas de respeto.

Creo, sin jamás haber vivido este tipo de experiencias, que debe ser insoportable e invivible dormir, literalmente, con el enemigo. ¿Cómo pasan los días sin saber cuándo va a parar? ¿Cuánto más tienen que aguantar?

No quiero realizar juicios de valor, ni señalamientos sin fundamento, ni basarme en prejuicios preestablecidos. Por eso, aunque el tema sea delicado y pueda herir susceptibilidades tengo que admitir que no veo una sola razón válida para que un hombre maltrate a una mujer y que ella, a su vez, lo acepte.

Recuerdo el caso de una mujer barranquillera, que fue agredida por su esposo terriblemente. Aunque ella no es la única que ha pasado por esto, tuvo una nueva oportunidad de salir viva de los ataques y de contar con el apoyo incondicional de su familia. A ella, la volvieron la heroína colombiana, que había sido capaz de escaparse de las garras del “monstruo”. Salió en revistas y en la televisión con el ojo morado y jurando que nunca más iba a permitir una situación similar. Con el paso del tiempo, los cargos contra el marido se retiraron y la mujer volvió a vivir con él, bajo el mismo techo. Los medios la olvidaron y pasó de ser la mujer valiente, a la ingenua que pensó que, esta vez, sí lo iba a poder cambiar.

En ese momento, sin conocerla, quería encontrármela en la calle y preguntarle si era consciente del daño que le había hecho a cientos de mujeres. Quería gritarle que con qué derecho le había dado un falso ejemplo a esas mujeres, de diversas edades, religiones y clases sociales, que la veían en la televisión y decían: si ella pudo dejarlo, yo también.

Obviamente, después entendí que la que no tenía derecho de nada era yo. Ni de reclamarle, ni de hacerla responsable por las decisiones que tomaban otras en su misma situación. Comprendí que, por más que sea una problemática generalizada en nuestro país, cada caso es individual y cada mujer es víctima de sus propias decisiones.

Gran cantidad de personas creen que al referirse a maltrato, solo se hace alusión al que deja marcas en la piel. Lo más grave va mucho más allá de lo físico. Hay hombres que jamás le han puesto una mano encima a su pareja, pero, sin embargo, las acribillan con frases hirientes y con la indiferencia. Las heridas psicológicas y emocionales son, incluso, más difíciles de sanar y las cicatrices permanecen mucho más tiempo.

¿A cuántas no les duelen más lo insultos, los gritos, la discriminación? Cuántas mujeres brillantes no hay por ahí que se sienten brutas, inservibles e incapaces porque sus parejas así las hacen sentir. Ellas, no son se atreven a admitir que ellos, las están maltratando, simplemente porque sus heridas no se ven y están escondidas en el alma.

He escuchado, con frecuencia, que el maltrato intrafamiliar es cultural. Algunas personas, en otras regiones del país, por ejemplo, en Bogotá, creen que es problema de los costeños. Que ellos, por su machismo absurdo, son los únicos que golpean a sus mujeres. La realidad dista mucho de ser así. Durante el 2007, en la capital, se reportaron 11,583 mujeres maltratadas por sus parejas. Esto deja más que claro que son muchas, a lo largo y ancho del país, las que están sufriendo un calvario parecido.

La gran mayoría de ellas, decide ocultar la realidad, por miedo. Miedo a que le haga daño a sus hijos, miedo por no tener dinero, miedo de que la encuentre y la maltrate aún peor, miedo a que la mate, miedo a no poder ser capaz de vivir sin él, miedo a quedarse sola. Puro y físico miedo. Según la investigación reflejada en Feminicidio, solo dos de cada diez mujeres maltratadas se atreven a establecer una denuncia.

Todos, como seres humanos, debemos romper con la indiferencia que es el látigo que más hace daño. Lo que hay que hacer volver cada vez más visible esta temática tan delicada. Es mostrar los cientos de casos que hay. No para que sean vistos como una estadística, si no, para ponerle un rostro humano a una realidad tan tangible, como dolorosa. Es seguir con las campañas que se realizan alrededor del mundo, en donde se demuestra que hay sitios a dónde acudir. Esos sitios (*),  a la vez, deben ser capaces de brindar apoyo incondicional a las mujeres que buscan ayuda, sin juzgarlas. Se deben rechazar públicamente y de manera vehemente cualquier acto de maltrato que se cometa, para que no se vuelva a repetir.

Los hombres, los de verdad, deben entender que no necesitan demostrar que tan machos son a través de los golpes o las palabras despectivas. No necesitan lastimar, ni agredir, ni herir. Como dice una canción que escuché una vez: pégale a la pared, pero nunca a una mujer.  Sé que hay millones de hombres maravillosos: papás, hermanos, esposos, novios, amigos o vecinos que se preocupan, auténticamente, por las situaciones que viven muchas mujeres que conocen. Son capaces de reaccionar y brindar su mano a la que, en realidad, lo necesite. Estos señores, para mí, le hacen todo el honor a pertenecer al género masculino.


Las mujeres, por nuestra parte, tenemos que comprender que no debemos permitir que nos hieran de ninguna forma. Debemos fortalecernos y saber cuánto valemos, para no dar cabida a que nadie se atreva siquiera a levantarnos la voz. Las que están en la angustiante situación que enmarca la violencia intrafamiliar, tienen que sacudirse porque no están solas. Hay muchísimas más que están esperando identificarse con alguien. A esas mujeres las invito a que, por una vez en la vida, piensen en ellas y a que tengan muy claro que si te pega NO te quiere.


Hit the wall



Para la versión en Español, Pégale a la pared: http://shadyakarawiname.blogspot.com/2011/11/pegale-la-pared_25.html


Almost daily, we know new cases of men who abuse their wives. It has become a reality that is so close and tangible that it seems that we have become used to it. 

We have read in newspapers about a man, who broke his girlfriend´s lips, or another one who broke his partner´s pinkie or the executive who shot his wife, after beating her down.  It is then when I get conflicted and I can´t help but ask myself, when did we stop caring and seeing this as normal?

According to Elizabeth Castillo´s book, Feminicidio, 39% of women in Colombia are battered by their spouses. That alarming percentage is nearly half of Colombian women, which indicates that each of us probably know one or many living in this terrible situation. Through this investigation it was revealed that 8 million women in our country have suffered physical abuse by their partner. Only in the Department of Atlántico, between January and August 2008 there were 1616 cases of domestic violence.

In what does it consist that due to supposed jealousy, anger and pain some take the decision to harm the person with whom they share their lives? Why do some men see violence as the way to keep control of their wives and why do others choose to deal with all the negative emotions they are facing through a peaceful way? What is clear is that as human beings we all react differently to the situations that are presented to us. I assume, therefore, that the answer to my questions should be then a much deeper one.

What I understand even less are those women who let all these abuses keep going on. I know that diverse structural factors play an important role, a lack of self-esteem and countless emotional problems. Nevertheless, I find it heartbreaking that they cling fiercely to that unstoppable chain of abuses, mistreatments and disrespect.

I believe, without ever having had to face this kind of situations, that it must be unbearable and unlivable to sleep, literally, with the enemy. How do the days go by without knowing when it´s going to stop? How much do they have to keep accepting and enduring?

I remember the case of a woman from Barranquilla, who was terribly abused by her husband. Although she is not the only one who has been through it, she was lucky enough to be alive and had a new opportunity to break with the domestic violence she was facing. She had the unconditional support of her family, and she had been portrayed as a heroin and a model for other Colombian women who were living with a similar situation. She appeared in magazines and on television with a black eye. She made a public promise to never allow a similar situation to take place. Over time, she retired the charges against her husband and went back, once again, to live with him.

After that all I wanted to do was see this woman face to face in the streets of my city and ask her if she was aware of the immense damage she was doing to other Colombian women who had seen her as an example. Women from different ages, religions and social classes that saw in her the hope of changing their life conditions.

Obviously, later I understood that the one who had no right of anything was I. There was no point in making a victim responsible for others. I realized that even if this is a widespread problem in our country, each case is individual and that every woman is responsible for her own decisions. 

A great amount of people think that abuse is referring only to the one that leaves scars on the skin. The most concerning part is that which goes beyond the body. There are men who have never hit their partners, but, nevertheless, they constantly kill them with hurting phrases and indifference. Psychological and emotional wounds are scars even harder to heal, and they are the ones that remain for a longer time.

How many of them suffer the insults, the screaming and the discrimination? How many brilliant women are feeling dumb, unworthy and incapable because that is what their partners make them feel? They would never dare to admit they are also being abused because their wounds lie deep within and are not visible to the eyes.

Frequently I have heard that domestic violence is cultural. Some people in other regions of our country think that those that live in the Coast are more prone to it. That the costeños, due to their never ending machismo, are the only ones who batter their women. Reality is in fact very different. During 2007 in Bogota, there were 11,583 reports of women being abused by their partners. This gives a clear view that women from all over the country are being treated with violence.

The vast majority of them decide to hide their actual situation because they are terrified. They are scared that their children will get hurt, that they won´t have enough money, that they will be abused even more, that they won´t be able to live without him, that they will end up alone. They are even scared of finding someone even worse. According to Feminicidio, only 2 out of every 10 battered women dare to file a complaint.

We all must break with the indifference that is the scourge that hurts most. Every day we have to make this a more visible situation. We have to show the thousands of cases there are. We must do this, not with the purpose of establishing statistics, but to give a face to this painful and tangible reality. We have to continue promoting the diverse campaigns there exist worldwide and that show that women can be protected. That there are places where they can go for help, where they will receive unconditional support without being judged. We should reject publicly and vehemently any act of abuse that is committed so that is won´t be repeated ever again.

Men must understand that they don´t need to prove how machos they are with hitting or hateful words. They don´t need to hurt or yell. They should practice what I once heard in a song: hit the wall, but never hit a woman. I know there are millions of amazing men: dads, brothers, husbands, boyfriends, friends and neighbors that truly care and are concerned with the abusive situation many women they know are facing. They are capable of reacting and giving their helping hand to those who need it the most. These men are, without a doubt, the truest example of what an honorable man should be.

On our part, women must understand that we should never allow any kind of mistreatment. We should gain fortitude and confidence and learn our own value so that no one ever dares to even raise his voice at us. The ones that are already living this terrifying abuse situation have to shake up and gain strength. They must believe that they are not alone, that there are other people willing to help them, and nurture them and respect them. I invite these women to think about what is best for them, and to understand once and for all that hitting is not love.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Las Anacondas






Las detesto, me asquean, las odio. Sí, así de fuerte es el sentimiento que me producen las serpientes, y el que me producen, también, las mujeres anacondas.

Esas víboras que ejemplifican todo lo que rechazo vehementemente en cualquier ser humano. Esas cosas que me hacen sentir pena, rabia, y frustración. Son manipuladoras, tramadoras, mentirosas y trepadoras. Son, debo admitir, quizás más inteligentes y sagaces que las otras. Son expertas en el arte de la seducción, se las saben todas.

Acechan a su presa. La seleccionan bien. Ellos deben ser hombres puramente buenos. Los más blanditos, los de mejor corazón. Deben estar vulnerables, inseguros y con la dosis de amor propio bien bajita. Ellas, como predadoras expertísimas, muy bien los saben detectar. Ellos, idiotas, no pueden reaccionar. Ellas ya se han enroscado a su cuerpo, y a su alma, de una manera permanente, dolorosa y asfixiante.

Ellas sonríen con frecuencia. Se ríen de sus chistes bobos. Los miran con carita de yo no fui. Son complacientes, amorosas y pacientes. Se hacen las locas cuando él mira a otras. Son comprensivas cuando él habla de su ex. Si les hacen un desplante, no se quejan. Si reciben migajas de amor, se conforman. Le dicen, siempre, siempre, siempre, lo que él quiere oír, cuando él quiere oírlo. Se vuelven marionetas complacientes de las situaciones. Por lo menos eso es lo que hacen cuando empiezan la conquista.

Al principio, a él, le parece tierna. Que niña tan linda. Con ella solo es disfrutar y nada de pensar. Ella no lo molesta, no lo cuestiona. Ella sí lo deja ser tal cual es. Piensan para sí mismos: “hasta se ríe de las estupideces que digo”.

Con el paso de los días (quizás meses, o años) la escoba nueva deja de barrer bien. Cuando ya están muy cerquita, las anacondas empiezan a hacer showcitos, a desesperarse, a pelar el cobre. Ella deja ver, un poquitico, su necesidad de controlarlo, su manipulación, su interés.

Él, evidentemente, sabe que ella no le da la talla. Le parece bruta, u ordinaria. No tiene su mundo ni su bagaje.  Sabe claramente que no son del mismo código postal. La pobre víctima empieza a darse cuenta que ella lo está asfixiando. Que le está robando partes de su vida, de su esencia. Quiere salir, quiere correr. Pero no, ya es demasiado tarde. Ella lo ha enredado tanto, con su cuerpo helado, que el daño es irreversible.

Es aquí cuando las benditas (por no decir su antónimo) anacondas muestran su verdadero ser: o se lo tragan enterito, o lo dejan ir. De cualquier forma, ese hombre, jamás volverá a ser el mismo. Lo han dañado para siempre.

Dejemos claro que las anacondas siempre tienen un mismo propósito común: tragárselo. Lo que pasa es que, dependiendo del nivel de lucha de este hombre, deciden ellas seguir con su cometido o se aburren y se van a buscar a alguien que les provoque más.

Las primeras aguantan más. Son más complacientes. Les consienten el ego. Los hacen sentir poderosos, los mejores. Esas son, de pronto, las más inteligentes. Esas son las que hacen que los tontos se les arrodillen y les propongan matrimonio. Sí, señor. Terminan siendo las madres de sus hijos, las esposas modelo. Todo el mundo al alrededor del idiota se pregunta: “¿Cómo se casó con ella? ¿Qué le vio?” Es que nosotros, mis queridos, no vemos lo que él. Ellos se entienden a la perfección: ella consiguió a alguien que la mantenga, que la proteja, que le de todo. Él, consiguió a quien le suba el ego, a la esposa premio. Ellas son las sumisas, las tolerantes, las silenciosas. Las ideales.

Las otras anacondas son las que, cuando ven que la presa ya no pone resistencia, se aburren. Después de haberlo contraído, hasta dejarlo sin aliento, se van. Divisan otra víctima más interesante y empiezan el juego en otros lados. Este hombre apachurrado, exprimido y asfixiado, queda gravemente herido y adolorido. Y no me refiero del cuerpo, sino del alma.

Este tipo que era el partido ideal, el más amoroso, el más detallista, el más cariñoso, termina siendo un reflejo flojo de lo que fue. Esos, por desgracia (o por fortuna porque no se los tragaron), son con los que se encuentra uno en el camino. Es otra vez, la combinación perfecta: las que no somos anacondas nos creemos salvadoras. Nos encargamos de sanar heridas, endulzar sinsabores, e inspirar renaceres. Ellos, están tan cansados que necesitan a alguien que los consienta, que los cuide, que los proteja de las terribles anacondas.

El problema es que estas víctimas tienen pavor de enamorarse, de dejarse llevar, de entregarse todos. Les atemoriza que los vuelvan a dañar, porque son conscientes, que el daño de una salvadora puede ser, quizás, más mortal y más profundo que el que producen las anacondas. Le toca, entonces, a uno la difícil tarea de decidir si quiere quedarse junto a él hasta que sane, o si prefiere largarse y dejarlo morir en agonía. Que vaina.

Por lo general, lo primero es lo que pasa. O, por lo menos, por un tiempo. Uno se carga de amor y se lo riega por el cuerpo y por el alma. Lo escucha atentamente. Lo consiente. Lo abraza. Uno trata que él vea lo que uno ve. Que él pueda revivir esas partes suyas que quedaron muertas. Que él, a pesar de sus huesos y su corazón roto sigue siendo increíble. Uno espera que algún día la víctima herida se recupere para siempre, y que tantos cuidados lleven al enfermo a enamorarse de su cuidador.

En otras ocasiones, uno se cansa de sus recaídas y de sus inseguridades, sus miedos y  pendejadas y decide huir. Uno, cuando está ya muy involucrado y no ve que la cosa avanza puede temer altamente por su vida. No vaya a ser que uno termine con el alma hecha pedazos. Que él nunca se recupere, que él nunca supere el pasado, que él nunca dé todo por lo que uno tanto ha luchado.

Dios, que agotador. Que lucha tan verraca. Es una ruleta rusa, un juego mortal en donde, cualquiera, puede salir profundamente herido. Decido jugar, una y otra vez, no sé si por masoquista o si porque, en realidad, creo en las oportunidades. Y aunque juegue, no puedo evitar penar, desear y cuestionar.

Que pase la siguiente víctima. Aunque debo admitir que yo ya no sé qué sea mejor. No sé quién gane más. La anaconda devoradora, o la paciente salvadora. O quizás el ganador sea la supuesta víctima que se las goza todas.

martes, 18 de octubre de 2011

Mi lucha diaria

Por las noches, mientras duermo, se va soltando lentamente hasta separarse de mí. Me deja sola y desnuda. Quizás es por eso que en las mañanas me siento, siempre, tan expuesta, vacía y vulnerable. Sí, cómo me dan de duro las mañanas. Cada una de ellas es exactamente igual a la anterior.

Abro los ojos y me doy cuenta que el día ha empezado. Afuera de mi ventana el mundo se mueve a mil por hora y cada uno está inmerso ya en sus actividades cotidianas. Yo, con mucho esfuerzo, miro el reloj y no puedo creer que la noche haya sido tan corta. De nuevo la luz llegó y yo lo único que siento adentro es oscuridad. Levanto la mirada adormilada y la veo ahí. Está en la esquina de mi cuarto, sonriendo. Me lanza un beso y me saluda con la mano. Me pide que la alcance. Yo la ignoro, un rato más, porque todavía no tengo las fuerzas ni las ganas para pararme de la cama.

La conozco desde niña. Éramos inseparables. Era tan natural estar en su presencia, que siempre pensé que así era como las cosas deberían ser. La conocí en las carcajadas con mi hermana y con mis primas; la conocí todos los Diciembres en la casa de mis abuelos; la conocí cuando nació mi hermanito y lo cargué por primera vez en mis brazos; la conocí en los abrazos de mi mamá y en la sonrisa de mi papá; la conocí cuando mis pies tocaban la arena mojada de mar. Sí, la conocí hace mucho. En ese entonces ella me pidió que la llamara Felicidad.

Felicidad. Que sonoro era ese nombre y que hermoso era tenerla, constante, como parte de mi vida. La sentía mía, porque siempre he sido demasiado posesiva, pero también podía ver que ella hacía parte de los otros a mi alrededor. Felicidad estaba ahí todo el tiempo. Cuando miro para atrás, siempre la veo ahí y la risa es el sonido con el que la recuerdo.

A medida que iba creciendo, nos fuimos separando un poco. Yo me volví rebelde y tenerla siempre ahí me fastidiaba. Cuando la necesitaba, ya no la veía. Ahora pienso que, quizás, quise ignorarla. Eran tantos los cambios que ocurrían en mí que yo estaba confundida. La dejé sola y, con el tiempo, por más que trataba, no la podía encontrar. Intenté buscarla en los corazones de otros. La extrañaba y traté de llenar su vacío de alguna forma. Goticas de risas o placeres momentáneos se volvieron el recordatorio burlón de su ausencia.

Después de buscarla en los lugares equivocados y en las personas menos indicadas, descubrí que ella seguía ahí, paciente, sentadita en mi interior. Estaba esperando, amorosa y siempre dispuesta, a que yo buscara lo suficientemente adentro para encontrarla. Cuando la sentí y me di cuenta de lo desorientada que había estado en mi búsqueda, sonreí y lloré al mismo tiempo. Entendí que solo yo podía, o no, dejarla entrar de nuevo en mi vida. Ya yo había aprendido mi lección y estaba convencida de que más que quererla, la necesitaba, y más que necesitarla, la valoraba.

Así, Felicidad y yo, empezamos a saldar los errores del pasado. Juntas, nos pusimos a colorear sueños y mañanas. Es ella la que me impulsa a dar siempre lo mejor de mí. Ella y yo nos la pasamos todo el día buscando frases inspiradoras, historias por contar y maneras para tocar, con luz, la vida de las personas que se cruzan en nuestro camino. Me abraza cuando me siento sola y me da esperanzas para seguir creyendo. Me arrulla hasta que me quede dormida, pero cuando empieza a amanecer se escabulle, igual que hoy, para darme la libertad, cada día, de alcanzarla.

Felicidad es comprensiva, ella sabe que a veces me canso y se hace un lado para que su hermana Tristeza, me consuele un rato. Cuando ha sido suficiente le pide a su hermana que se marche y me mira, me sonríe y me estira los brazos, tal como lo hizo esta mañana, para que la alcance nuevamente.

Esta fiel amiga me mostró que tenerla en tu vida es una opción personal. La Felicidad es una lucha constante, y como tal, me da el espacio para que yo decida si quiero dar la pelea o no. Digo lucha porque, a veces, es difícil. Demasiado, diría yo. Pasan situaciones que están fuera de nuestro control, las cosas no salen como queremos, sufrimos decepciones y nos enfrenamos a obstáculos o nos rompen el corazón.

Yo decidí luchar por ella, todos los días. Yo decidí que no quiero volver a perderla, como lo hice durante mi adolescencia. Yo decidí que, sin importar que mi mundo se esté derrumbando, siempre voy a regresar a ella. Yo decidí que no importa que tan oscuro mi interior, o en su defecto el exterior, esté, voy a recordar que siempre cuento con ella. Que Felicidad, a veces se asusta también, y que se va a esperar, hasta que yo esté lista, a un rincón de mi corazón. Ya sé que depende de mí dejarla salir.

Así que, sin muchas ganas todavía, me levanto de la cama, me pongo de pie frente a ella y la abrazo. Ella me cubre, también, con sus brazos, y se cuelga de mi cuello. Mientras camino por la casa la siento pesada. Tengo que admitir que, a veces, me dan ganas de empujarla, pero, la quiero tanto que, en esos momentos la abrazo más.

Felicidad me enseñó que la forma más efectiva para que, ella y yo, nos fundamos en una es a través de la gratitud. Como ya lo he intentado otras veces, y siempre me funciona, hoy lo hago de nuevo, solamente para ver si la carga se aliviana.

Mientras me arreglo para salir a enfrentarme con esta ciudad prestada, empiezo. Gracias por este nuevo día que empieza. Gracias por permitirme estar viva. Gracias por permitirme tener un techo seguro. Gracias por permitirme bañarme con agua caliente. Gracias por permitirme tener comida siempre. Gracias por la ropa que me cubre del frío. Gracias por mis pies que me permiten caminar. Gracias por los niños. Gracias por su risa. Gracias por los árboles que cambian de color. Gracias por el sol y gracias por las nubes. Gracias por los diferentes idiomas y culturas. Gracias por permitirme viajar. Gracias por regalarme una familia maravillosa y unida. Gracias por permitirme mantener amistades antiguas a través del tiempo y por darme la posibilidad de hacer nuevas, donde quiera que vaya. Gracias por la devoción incondicional de mis perritas. Gracias por los amores que me sanan. Gracias por los sueños. Gracias por la inspiración. Gracias por mis manos, mi mente y mi corazón para escribir. Gracias, gracias, gracias…

Felicidad nunca se equivoca. Después de dar gracias por absolutamente todo lo que se me ocurre por las mañanas, me siento tan afortunada que solo tengo motivos para sonreír. Ahora somos nuevamente una. Ya no me pesa porque se volvió parte de mí. La siento adentro y está tranquila. Me acaricia el alma y me promete que todo va a estar bien. Yo, le creo. Sé que esta noche, otra vez, me dejará durmiendo sola. Pero eso no me inquieta en lo más mínimo. Estoy segura que, sin importar qué esté pasando, ella estará ahí cada mañana, sonriéndome con los brazos abiertos para que la alcance. Yo ya aprendí que depende, única y exclusivamente, de mí decidir luchar e ir tras ella.

martes, 11 de octubre de 2011

Y ellos, ¿qué?

Después de pasar horas hablando con una amiga de corazones rotos, de relaciones que no fueron, de distancias absurdas, de los amores imposibles y de los platónicos, ella se quedó callada, me miró muy seria, y me hizo una pregunta, que en realidad no pretendía ser contestada sino pensada.

¿Sera que el hablar del sexo opuesto, todo el tiempo, todo el día y toda la noche, es algo exclusivo de las mujeres?

Yo no sé. Puede ser. La verdad, ahora que lo pienso, siempre, de una u otra forma, estoy hablando de ellos. Con mi mamá, con mis amigas, con mis hermanas. Hasta con mi papá y con mi hermano, y con otros hombres, también. Creo que lo hago solo por querer entenderlos un poquito, porque, para mí, siguen siendo casi imposibles de descifrar.

Digo casi, porque una parte de mi guarda la esperanza sincera de que mi hipótesis se cumpla: ellos también se enamoran; ellos también se arman películas; ellos también sueñan; ellos también extrañan; ellos también sufren. No menciono la llorada, porque con certeza sé que lloran. Eso sí lo he visto varias veces. Pero quiero ir más allá de las lágrimas de cocodrilo. Quiero ahondar un poquito más.

Por eso, este escrito, como creo que inconscientemente todos los demás, se lo dedicó a ellos. Y con ellos me refiero a todos: al que le rompe el corazón a mi amiga cada quince días; al que decidió quedarse para siempre; al que le tiene miedo al compromiso; al indeciso; al romántico; a los que ya pasaron y a los que vendrán.

Primero tengo que aclarar unos puntos de partida claves. Siempre he odiado las generalizaciones, los estigmas y los estereotipos. Siempre me ha parecido horrible hablar de “los hombres” o “las mujeres”, como si cada bando fuera homogéneo y enemigo directo del otro.

Creo que hay excepciones a la regla, que todos somos únicos, que cada uno vive sus propios procesos y experiencias, y que, a la vez, tiene maneras de enfrentarlos. Lo único que pretendo, en realidad, es conocer un poquito ese cerebro (¿o corazón?) masculino que tantas noches en vela me ha quitado.

Recuerdo que, hace años, en tardes de corazones rotos, planeaba con una amiga un proyecto que, en ese entonces (y también ahora) me parecía maravilloso. Queríamos diseñar un cuestionario eterno, con todas las preguntas que se nos pudieran ocurrir sobre las relaciones entre hombres y mujeres. Luego, las repartiríamos a muchos y variados hombres por las calles, garantizando la diversidad, el anonimato y diciendo que era un trabajo para la universidad. El único propósito macabro era poder tener una idea, así fuera muy amplia, de lo que viven y dejan de vivir los miembros del género masculino.

Nunca lo hicimos. Quizás nos faltó valor. De pronto no queríamos que la realidad no fuera como nuestras fantasías. Pienso que preferimos quedarnos sin saber porque la ignorancia es atrevida, y así podíamos seguir haciendo hipótesis, planeando estrategias y armándonos dramas y películas de terror.

Ahora, creo que ya estoy lista para saber más. Para adentrarme más en su forma de pensar, de actuar, de soñar. Quizás estoy siendo egoísta, pero no me importa. Quiero adquirir todas las herramientas que pueda para que el abanico de posibilidades sea grande. Quiero tener armas para saber cuál utilizar la próxima vez que se me crucen en el camino y me dejen sin acciones ni palabras.

Prefiero pensar que estoy siendo justa, porque como no paro de hablar (ni de escribir) los hombres que me rodean tienen suficiente información sobre cómo funcionamos las mujeres. Ellos saben lo que queremos, lo que soñamos, lo que esperamos. Sí, creo que es el momento. Es un trueque justo y necesario.

¿Qué piensan (¿o sienten?) cuando encuentran a alguien que les mueve el piso? ¿Qué tan frecuente es que, en efecto, alguien les revuelva la vida? ¿Qué tan sinceros son con sus sentimientos? ¿Qué tanto los pueden expresar? ¿Cómo demuestran su amor? ¿Qué tan fieles son? ¿Cómo viven las rupturas? ¿Sienten el dolor y la presión en la mitad del pecho que los ahoga? ¿Cuánto tiempo duran los corazones rotos? ¿Un clavo sí saca otro clavo?

Sé que hay hombres más enamoradizos que la más enamoradiza de las mujeres. Afortunadamente, me he encontrado con muchos amigos que tienen tanto amor adentro y tanta sanidad mental, que les alcanza para ellos mismos y para alguien más. Son hombres que han amado, que se han entregado y se han arriesgado. Sé que han sufrido y sé que desean, también, encontrar a alguien con quien quedarse para siempre. Lo sé porque los conozco bien, pero ellos, nunca me dan muchos detalles.

También sé que hay hombres que me leen. Muchos, en mensajes secretos, me han dicho que les llega lo que escribo, pero que les cuesta admitirlo públicamente. ¿A qué le tienen miedo? ¿Se sienten vulnerables al mostrar sus sentimientos? ¿De qué (o de quién) se están protegiendo?

Aquí, les hago una súplica a mis amadísimos lectores masculinos y, si se puede, a los demás hombres de sus vidas. Solo quiero que se aventuren, un poquito, y me cuenten, si prefieren en privado, sus dolores, sus ambiciones, sus sinsabores y sus amores. Necesito de sus historias para terminar de convencerme que la lucha por un amor en igualdad de condiciones vale la pena. Que la búsqueda no es solo femenina. Que todos, por partes iguales, ansiamos enamorarnos por completo; encontrar a alguien con quien compartirlo todo. Prometo proteger su identidad, no ridiculizarlos, no burlarme y no generalizar. Solo quiero ver cuántos van a ser lo suficientemente valientes y se van a animar.

A mis adoradas y fieles amigas las invito a opinar también. Como cada vez, estoy abierta a sus palabras, a sus amores fallidos, a sus sueños hechos realidad. Las necesito porque mantienen mis letras vivas. Porque comparten mis alegrías y mis dolores. Porque lo que vivo es de ustedes y sus historias se vuelven mías.

Aprovechen que llegó el momento. Quien tenga algo que decir, por favor, que hable ahora o que calle para siempre.