lunes, 21 de noviembre de 2011

Las Anacondas






Las detesto, me asquean, las odio. Sí, así de fuerte es el sentimiento que me producen las serpientes, y el que me producen, también, las mujeres anacondas.

Esas víboras que ejemplifican todo lo que rechazo vehementemente en cualquier ser humano. Esas cosas que me hacen sentir pena, rabia, y frustración. Son manipuladoras, tramadoras, mentirosas y trepadoras. Son, debo admitir, quizás más inteligentes y sagaces que las otras. Son expertas en el arte de la seducción, se las saben todas.

Acechan a su presa. La seleccionan bien. Ellos deben ser hombres puramente buenos. Los más blanditos, los de mejor corazón. Deben estar vulnerables, inseguros y con la dosis de amor propio bien bajita. Ellas, como predadoras expertísimas, muy bien los saben detectar. Ellos, idiotas, no pueden reaccionar. Ellas ya se han enroscado a su cuerpo, y a su alma, de una manera permanente, dolorosa y asfixiante.

Ellas sonríen con frecuencia. Se ríen de sus chistes bobos. Los miran con carita de yo no fui. Son complacientes, amorosas y pacientes. Se hacen las locas cuando él mira a otras. Son comprensivas cuando él habla de su ex. Si les hacen un desplante, no se quejan. Si reciben migajas de amor, se conforman. Le dicen, siempre, siempre, siempre, lo que él quiere oír, cuando él quiere oírlo. Se vuelven marionetas complacientes de las situaciones. Por lo menos eso es lo que hacen cuando empiezan la conquista.

Al principio, a él, le parece tierna. Que niña tan linda. Con ella solo es disfrutar y nada de pensar. Ella no lo molesta, no lo cuestiona. Ella sí lo deja ser tal cual es. Piensan para sí mismos: “hasta se ríe de las estupideces que digo”.

Con el paso de los días (quizás meses, o años) la escoba nueva deja de barrer bien. Cuando ya están muy cerquita, las anacondas empiezan a hacer showcitos, a desesperarse, a pelar el cobre. Ella deja ver, un poquitico, su necesidad de controlarlo, su manipulación, su interés.

Él, evidentemente, sabe que ella no le da la talla. Le parece bruta, u ordinaria. No tiene su mundo ni su bagaje.  Sabe claramente que no son del mismo código postal. La pobre víctima empieza a darse cuenta que ella lo está asfixiando. Que le está robando partes de su vida, de su esencia. Quiere salir, quiere correr. Pero no, ya es demasiado tarde. Ella lo ha enredado tanto, con su cuerpo helado, que el daño es irreversible.

Es aquí cuando las benditas (por no decir su antónimo) anacondas muestran su verdadero ser: o se lo tragan enterito, o lo dejan ir. De cualquier forma, ese hombre, jamás volverá a ser el mismo. Lo han dañado para siempre.

Dejemos claro que las anacondas siempre tienen un mismo propósito común: tragárselo. Lo que pasa es que, dependiendo del nivel de lucha de este hombre, deciden ellas seguir con su cometido o se aburren y se van a buscar a alguien que les provoque más.

Las primeras aguantan más. Son más complacientes. Les consienten el ego. Los hacen sentir poderosos, los mejores. Esas son, de pronto, las más inteligentes. Esas son las que hacen que los tontos se les arrodillen y les propongan matrimonio. Sí, señor. Terminan siendo las madres de sus hijos, las esposas modelo. Todo el mundo al alrededor del idiota se pregunta: “¿Cómo se casó con ella? ¿Qué le vio?” Es que nosotros, mis queridos, no vemos lo que él. Ellos se entienden a la perfección: ella consiguió a alguien que la mantenga, que la proteja, que le de todo. Él, consiguió a quien le suba el ego, a la esposa premio. Ellas son las sumisas, las tolerantes, las silenciosas. Las ideales.

Las otras anacondas son las que, cuando ven que la presa ya no pone resistencia, se aburren. Después de haberlo contraído, hasta dejarlo sin aliento, se van. Divisan otra víctima más interesante y empiezan el juego en otros lados. Este hombre apachurrado, exprimido y asfixiado, queda gravemente herido y adolorido. Y no me refiero del cuerpo, sino del alma.

Este tipo que era el partido ideal, el más amoroso, el más detallista, el más cariñoso, termina siendo un reflejo flojo de lo que fue. Esos, por desgracia (o por fortuna porque no se los tragaron), son con los que se encuentra uno en el camino. Es otra vez, la combinación perfecta: las que no somos anacondas nos creemos salvadoras. Nos encargamos de sanar heridas, endulzar sinsabores, e inspirar renaceres. Ellos, están tan cansados que necesitan a alguien que los consienta, que los cuide, que los proteja de las terribles anacondas.

El problema es que estas víctimas tienen pavor de enamorarse, de dejarse llevar, de entregarse todos. Les atemoriza que los vuelvan a dañar, porque son conscientes, que el daño de una salvadora puede ser, quizás, más mortal y más profundo que el que producen las anacondas. Le toca, entonces, a uno la difícil tarea de decidir si quiere quedarse junto a él hasta que sane, o si prefiere largarse y dejarlo morir en agonía. Que vaina.

Por lo general, lo primero es lo que pasa. O, por lo menos, por un tiempo. Uno se carga de amor y se lo riega por el cuerpo y por el alma. Lo escucha atentamente. Lo consiente. Lo abraza. Uno trata que él vea lo que uno ve. Que él pueda revivir esas partes suyas que quedaron muertas. Que él, a pesar de sus huesos y su corazón roto sigue siendo increíble. Uno espera que algún día la víctima herida se recupere para siempre, y que tantos cuidados lleven al enfermo a enamorarse de su cuidador.

En otras ocasiones, uno se cansa de sus recaídas y de sus inseguridades, sus miedos y  pendejadas y decide huir. Uno, cuando está ya muy involucrado y no ve que la cosa avanza puede temer altamente por su vida. No vaya a ser que uno termine con el alma hecha pedazos. Que él nunca se recupere, que él nunca supere el pasado, que él nunca dé todo por lo que uno tanto ha luchado.

Dios, que agotador. Que lucha tan verraca. Es una ruleta rusa, un juego mortal en donde, cualquiera, puede salir profundamente herido. Decido jugar, una y otra vez, no sé si por masoquista o si porque, en realidad, creo en las oportunidades. Y aunque juegue, no puedo evitar penar, desear y cuestionar.

Que pase la siguiente víctima. Aunque debo admitir que yo ya no sé qué sea mejor. No sé quién gane más. La anaconda devoradora, o la paciente salvadora. O quizás el ganador sea la supuesta víctima que se las goza todas.

2 comentarios:

MaMonicaFDC dijo...

Lo que más me molesta de la situación es la dualidad de la misma. Tengo que aceptar que más que rabia, me da envidia. Porque me hace falta la sangre fría de una de esas invertebradas para darle un apretón a uno de esos pocos que valen la pena, y no soltarlo jamás!

Awsome talks, as always :)

Shadya Karawi Name dijo...

Dualidad sumamente dolorosa. Por ratos comparto tu envidia, my friend. Esto de ser salvadora no es que sirva de mucho. Habrá que aprender de estas maestras a ver cómo pinta el panorama. Te extraño mucho. <3