sábado, 15 de mayo de 2010

Si nunca fue, jamás será

Yo todavía no sé por qué las mujeres nos empeñamos en cangrejear. Cómo nos gusta volvernos a enredar con ese príncipe-sapo que nunca fue ni nunca lo será. Ya no sé si es amnesia temporal o ganas desmedidas o nostalgia por el pasado. ¿Acaso cuando se nos terminó el idilio y nos dejaron queriendo solas no repetimos y juramos que nunca más?

Parece que, en efecto, el tiempo sanara todas las heridas. Que va, no solo las sana: el tiempo, a veces, es tan cruel que las borra por completo. Todas las peleas, las decepciones, los gritos, los celos y los engaños se desaparecen así sin más.

Soñadoras ilusas. Creyentes de las segundas, terceras o infinitas oportunidades. ¿No queda claro que cuando uno termina con alguien por algo es?

Cuando a uno lo dejan vuelto nada porque sí, porque se cansaron, se enamoraron de otra o se les acabó el amor duramos cada minuto del día dándonos látigo, repasando la escena una y otra vez, pendientes del celular y fantaseando locamente con que algún día volverá, con que el tonto va a recapacitar, que cuando se le acabe la escoba nueva va a volver porque, irónicamente, para ellos, también vale más mala conocida que buena por conocer.

Cuando vuelve, algunas, las más buenas, lo reciben con los brazos abiertos. Se les empacan con lazo y todo. En bandejita de oro, si se prefiere. Cangrejean hasta morir, hasta saciarse y hasta cansarlos. Aunque inicialmente el idilio haga olvidar el dolor y lo pasado y saque solo lo bueno, con el tiempo (bendito tiempo) todo lo malo, lo feo y lo regular empieza a emerger y se da, inevitablemente, la sensación de que todo va a terminar, incluso peor, que la vez anterior. Y sí, el príncipe-sapo se vuelve a ir, o uno lo echa y se queda sola con sus recuerdos, con el corazón roto y la rabia por haberlo vuelto dejar entrar.

Está, también, la que quiere venganza. La que desde que la dejaron sueña día y noche y noche y día con lo que va a decir, con lo que va a hacer. Ella maquina lo que se va a poner, cómo se va a mover. Se repite que él se arrepentirá. Que volverá de rodillas. Repasa mentalmente los puntos débiles del bobo (porque para conocerles el taloncito de Aquiles sí somos muy buenas). Piensa en cómo va a hacerlo enamorarse como loco para luego dejarlo solito en la mitad. A esa creo que le va peor. El plancito se le revienta, como decimos vulgarmente, le sale el tiro por la culata. Se la hacen, una vez más, y las tácticas de guerra le quedan como un recordatorio burlón de lo que nunca fue.

A veces los odio, sí, a los príncipes-sapos de mi pasado. Los odio porque es como si supieran cuando estoy resurgiendo de las cenizas. Es como si supieran cuándo estoy bien, cuándo dejé de pensar en ellos y cuándo estoy volviendo a disfrutar libremente coquetear con otros hombres. Es como si supieran los desgraciados porque justico en ese instante se aparecen en mi vida y me revuelven el piso. Me ponen a pensar, nuevamente, en lo que no fue y pudo ser. En la falta que me hacían y en todos los sueños por cumplir. Atrevidos, llegan a mi vida y se instalan, sin haber sido invitados. Yo me debato entre la buena y la vengadora. No sé si gritarle que lo amo y servirme en bandejita o si lo hago sufrir y aguantar hasta el llanto. Me pregunto cuál será la fórmula secreta y poco a poco entiendo que no hay salida segura y que en cualquiera de las dos posiciones corro alto peligro. Suelto y aflojo e inevitablemente caigo en el abismo y me hundo hasta el cuello porque jamás he sido buena para los juegos de amor.

No sé ni qué día es ni en dónde estoy. Solo floto en una nube de sonrisas tontas y promesas de cristal. Mis amigas se alarman, me advierten que la gente no cambia, que ese sigue siendo el mismo principín de siempre, que esté alerta porque me van a romper el corazón, que piense en lo poco o nada que ese tipo me ofrece.

Evidentemente, no les hago caso. Me tiro de cabeza y me la juego toda. Repito que esta vez yo tengo el control. Que el bobo ese no me va a hacer lo mismo, que esta vez sí me va a querer, que ahora sí va a dejar su cobardía de lado y va a luchar por mí. Digo que estoy tomando decisiones informadas, que ya estoy grandecita y que sé perfectamente lo que estoy haciendo. Borro los dolores de ayer y saco mi maleta cargada con sueños de mañana.

Pasan los días y disfruto mi recién resucitado romance. Me siento afortunada, dichosa y plena. Siento una satisfacción ridícula porque no puedo creer que se me estén dando las cosas. Qué él como ha cambiado, que yo, también. Que cómo hemos madurado. Que tanto que me conoce, que cómo lo conozco yo a él. El miedo que sentía se desvanece y me siento en la cima del mundo. Juro, mil veces, que mi príncipe se convirtió en rey.

Luego, empieza a desaparecerse después de conversaciones intensas. Me hace promesas de mentira y las rompe. Me quedo mirando el celular para ver si llama o si me manda un mensaje o alguna otra señal de vida. Siento en mi cabeza la música angustiante de las películas de terror que anuncian cuando algo terrible va a pasar. Veo las caras de mis amigas que me repiten “te lo dije”. Por fin lo entiendo: me volvió a pasar lo mismo. Pero, ¿qué hice? ¿Por qué otra vez si actúe tan diferente? ¿Por qué lo dejé entrar? ¿Por qué le di el poder? ¿Por qué, por qué, por qué? Llegan las lágrimas, la rabia y la nueva sed de venganza. Después todo pasa y entiendo que la que se convirtió en reina fui yo y que, lastimosamente, él terminó siendo el mismo príncipe-sapo de siempre.

Probablemente estas palabras se queden en el aire. Quizás la buena y la vengadora le den una nueva oportunidad al desgraciado. De pronto todavía espero que aparezca, con sus inseguridades y su cobardía, y me revuelva toda. Sin embargo, creo que es válido hacer el intento y con el orgullo hinchado hacerles a mis amigas una invitación a no volver a cangrejear. Aunque estoy segura de que debe haber muchas historias de cómo volver con el ex les cambió positivamente la vida, por lo general siempre acaban mal. Más que nunca, estoy de acuerdo con lo que uno de mis ex novios, con el que cangrejié varias veces, me dijo una vez: las segundas partes, como en las películas, jamás son igual de buenas. Así que, amores de mi pasado, por favor, quédense en el pasado.

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